viernes, enero 25, 2008

Él y tú

Texto de Ricardo Medrano / Ilustración de Antonio Ramos


Se hace de noche. Fantasmas revolotean mientras el sueño aterriza y poco a poco ablanda mis extremidades. Pierdo la conciencia. Salgo de mí, de mi cuerpo. Soy un fantasma de gas; volátil, ligero, sombra que mira desde el techo hacia la cama. Soy otro y el mismo. Escucho mis ronquidos y cuento las veces que cambio de posición en busca de la comodidad. Todo es tangible. Soy el que duerme y el que observa. Yo, fantasma, cierro los ojos y con sólo desearlo fundo mi esencia con los objetos que pueblan la recámara. Siento el clamor de la madera, su expansión. Logro comunicarme con los árboles que perviven en los muebles: sillas, ropero, buró, mesita de noche, cama y cabecera. Todos me refieren imágenes intensas, memorables de nuestras noches juntos —y nosotros que cerrábamos la cortina para resguardar nuestra intimidad—. Duermes plácidamente. Una sábana blanca te resguarda de la sutil brisa nocturna que se cuela por la ventana entreabierta. La tibieza de abril humedece tu cuello, tus hombros, tus senos. Cuento los dedos de tus pies, tienes las partes de la mujer en el sitio correcto —diría un poeta—. Gesticulas y abres piernas y brazos. Tus formas se dibujan bajo la tela, valle simétrico: cumbres y hondonadas, texturas luminosas. Eres perfecta letra equis cuando te miro desde aquí arriba. Siento celos de aquel que duerme junto a ti. Empiezo a pensar que no soy yo. Siento que muero cuando él coloca su mano sobre tu pubis y enreda el dedo medio en tu íntima vellosidad, como quien acaricia la cabeza de un niño. Abre su palma y tú las piernas, él coloca la mano en tu estómago, tú elevas las rodillas. Intermitentemente tamborilea los dedos sobre tus pezones, estos muestran su agradecimiento y florecen amenazantes. Él rodea el centro de tu cuerpo y con el dorso de la mano percibe el incremento en la temperatura de tus muslos. Los miro. No, no puedo ser yo. Aún en mi condición de fantasma siento amarga la boca. Reúno fuerzas: es más grande mi deseo de mirar, el voyeurismo triunfa sobre el dolor que me causa ver tu excitación. Creo que disfruto ver tu cuerpo dominado por su impulso primitivo. En ese momento eres tú quien gobierna, quien decide con quién se funde; eres tú quien pone rostro al que en la oscuridad te toca y te dibuja, quien te eriza los delicados pelillos de la espalda. Boca abajo te extiendes alargando los brazos. Él muerde tus tobillos como can amistoso, lame tus pantorrillas y entreabre el compás de tus piernas para subir a ratos por una y otra columnas. Te encorvas como un pez lento que nada río arriba. Él se sumerge en ti. Tú le regalas un lamento lejano, apenas audible. Por momentos levanta la cabeza y admira el espectáculo: eres perfecta —corrobora—. Tú te hundes en la almohada y ahogas tus crecientes lamentos. La humedad de tu piel es suave aceite para que él resbale sobre ti. No entra, alarga el momento y pasea tu deseo, deja su viscoso rastro como un atolondrado. Tu intimidad es un ave hambrienta que aguarda el urgente alimento. Lo invitas, insistente en que él te habite, que sea tu huésped. Su pecho con tu espalda, sus rodillas y tus corvas, su empeine y las plantas de tus pies, sus ingles y tus nalgas, todo es cóncavo y convexo, hechos a medida, mano que envuelve al puño. Él descansa su peso sobre los brazos. Se yergue sobre ti como lobo aullador. Máquina perfecta la de los dos cuerpos en sincronía. No opones resistencia. Milimétrica embestida, lenta, sutil, eterna. Sientes la suave invasión. Quieres devorarlo. Cada célula tuya late con corazón propio. Eres sensible de punta a punta, desde los dedos hasta los cabellos. Elevas un poco la cadera. Todo en ese momento es tuyo. Sientes su raíz en busca de tu agua. Generosa recibes al sediento, lo incubas, lo dejas hacer. Mientras yo me consumo en ese éter despiadado que me tiene flotando, que me transforma en líquido...

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México, Estado de México, Mexico
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