viernes, agosto 13, 2010

Ganarse la vida escribiendo cochinadas

Por Ricardo Medrano Torres


Escribí treinta y ocho historias porque debía escribirlas. Así debía ser y fue. Una mañana toqué a la puerta del Beto. Almorzamos milanesas con chiles en vinagre —¡qué pinches picosos los chiles esos!—. Luciano calentó las tortillas. Le encabronaba que el Beto le “sugiriera” que le “echara lumbre” al almuerzo. Le decíamos Luzyano por puro desmadre. A Luzy lo mató una beca: le entregaron un cheque por diez mil pesos en diciembre y en marzo ya estaba bien muerto. Se bebió hasta el último centavo. El Beto y el Luzy siempre fueron buenos cuates.

Empecé a visitar al Beto por el ambiente de su tiendita de los prodigios. Aún con sus anaqueles vacíos, ese changarro conservaba el aire nostálgico de épocas gloriosas. El Beto alzaba las manos al cielo y atrapaba rayos con sus dedos nerviosos, decía que así liberaba la tensión que le hacían abrir y cerrar las piernas, como soplándole al anafre. Daban ganas de ponerle un negocio de quesadillas y sopes frente a los tanates.

Platicábamos por horas: blues, Bukowsky, Miller, sebo, pelos y zorras...
—Vente para la casa, nos tomamos una coca grande, almorzamos, fumamos un chingo y echamos buen desmadre —así sonaba su voz a través del teléfono.

Yo no tenía chamba. Mis hijos estaban en la escuela primaria. Prefería compartir el almuerzo en casa del amigo. Él es el Bukowsky del barrio. Se ha declarado pornógrafo y es generoso como ya hay muy pocos. Hace más de dos años que no fuma. Hoy lo he visitado poco. Antes lo visitaba diario y juntos gargajeábamos la coladera de su patio.

Yo nunca había escrito pornografía, sólo era consumidor. El Beto colaboraba en una revista llamada "Los deseos de la cachorra" y me conectó con el editor. Esa mañana fuimos juntos a verlo. Mientras esperábamos frente a su departamento nos engullimos dos quesadillas de chicharrón cada uno en el tianguis del camellón sobre la avenida Plutarco.

El “Memochas” llegó puntual. Buen tipo. Buen aspecto. Particularmente tímido, si consideramos su trabajo de editor de una revista de humor erótico.

—Qué les invito. Hay agua mineral y agua natural.

—Gracias, acabamos de jamar en el tianguis.

—Me dice el Beto que escribes relatos. ¿Traes algunos? —rápidamente saqué de la bolsa del pantalón tres de mis cuentos. Planchó las hojas en el restirador. Avanzó en su lectura y soltó varias carcajadas. Se transformaba con cada palabra. A veces pienso que yo también me transformé escribiendo cachondeces—. Aquí tienes que hacerle algunos ajustes:

“—¡Puta!, qué feo huele –le dije mientras la erección empezaba a bajárseme”. No digas erección, di “el pirulí parado” o “el plátano”. Tú me entiendes. Métele desmadre.

Total, escribí treinta y ocho historias porque así debía ser, porque Cepillo y Lala comían e iban a la primaria de paga. Porque fue más de un año de estar en las reservas del talento nacional. Lo mejor de esta parte de mi vida es que conservo un libro con las historias y una gran amistad con el pornógrafo de Neza, mi carnal el Beto Vargas.

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