viernes, mayo 13, 2011

Embrujo


Ricardo Medrano Torres

Para mi "Brujo" Richard a quien amo tanto como a mis ojos
Para mi Alina, con la fina genética de la ironía
Para mi Reme, porque siempre sabe qué quiero decir
Para Brenda, Rorris, Magda, Goyo y todos los ahijados en edad prepunzatoria.


Hay cosas que se adhieren a nuestros recuerdos: el primer beso, la primera palabra de aliento, el primer golpe recibido, el primer platillo bien degustado. Pero el primer amor merece un trato aparte. La sensación de aleteos en el estómago, el mareo y el nervio cuando se acerca la hora de verle, el andar por la calle de la mano y sentir el viento en nuestros rostros… en fin, hay cosas que por más lozas que echemos encima, siempre saldrán a flote en el momento más insospechado.

Muchos tuvimos la fortuna de conocer ángeles y demonios. Recuerdo una joven que engañaba a su novio conmigo y a mí me engañaba con su novio. Recuerdo los golpes que nos dimos el novio y yo, y recuerdo que ella tuvo la delicadeza de llamarme para decirme que todo había sido un malentendido y que siempre que yo quisiera podía contar con ella “para lo que se me ofreciera”.

“Benditas sean las rubias calentonas que se emocionan por pasar el rato”, diría un poeta español. Y yo diría que Dios las libre de todo mal, “me las bendiga y me las proteja” —diría la tía Carmela—. Qué chingón aquel dolor que duele diferente a un madrazo en el rostro, más agudo que una patada en los testículos, más seco que un tabicazo en la cabeza y más apendejante que un litro de tequila.

Qué rico sentir esa nostalgia y dejarse guiar y permitirse llorar por las noches y en las soledades del tributo a Onán. “A tu salud, mi reina (o mi rey)” y sentir en la textura del papel higienizante —que no higiénico porque de la impecable blancura pasa a receptáculo de nuestra polución— la textura de su piel y besar la luna del espejo, ensayando el beso que daremos o evocando el beso que dimos.

Benditos goliardos, cuánta verdad: O Fortuna / velut luna / statu variabilis,/ semper crescis / aut decrescis; / vita detestabilis / nunc obdurat / et tunc curat / ludo mentis aciem,/ egestatem, / potestatem / dissolvit ut glaciem. (Oh Fortuna,/como la luna/variable de estado,/siempre creces/o decreces;/¡Qué vida tan detestable!/ahora oprimes/después alivias/como un juego,/a la pobreza / y al poder/ derrites como al hielo).

Todos y cada uno tendremos un recuerdo de amor qué contar a nuestros nietos. Por eso, muy a menudo, en silencio le damos la razón al viejo Bukowski: hay un pájaro azul en mi corazón / que quiere salir / pero soy duro con él, / le digo quédate ahí dentro, / no voy a permitir que nadie te vea. Porque el amor es tan privado que se vuelve público, se transforma en una suerte de circo en donde todos quieren ser maestros de ceremonias.

En ese circo-espectáculo-comedia del amor, un día el elefante y el león se enfrascan en una pelea a muerte y la carpa se incendia, y sólo queremos oídos que sofoquen el intenso fuego que amenaza tirarnos la tienda. Pero como en la Tía Chofi: “Los campesinos que te enterraron sólo tenían tragos y cigarros”. Somos las tías chofis del desconsuelo en manos de campesinos festivos a quienes preferiríamos desaparecer con el chasquido de nuestros dedos.

Nada nos llena ni nos consuela, estamos “vacíos de una a otra costilla”. Amor perdido, / si como dicen es cierto que vives dichosa sin mí / vive dichosa, / quizá otros brazos te den la fortuna que yo no te di. Pero, ah cómo duele imaginar, sólo imaginar que otro haya sido más listo: “La muy ingrata se fue y me dejó, sin duda por otro más hombre que yo. A los quince años yo fui casado y abandonado a los dieciséis…”.

Cuánta sabiduría desbordan esas letras y cuánta miel nos empeñamos en derramar. Pero para todo hay respuesta: “Creibas que no había de hallar amor como el que perdí, tan al pelo lo jallé que ni me acuerdo de ti”. “Si me "queren" se querer si me olvidan se olvidar nomás un orgullo tengo que a "naiden" le sé rogar…”

Sin embargo, las horas filosóficas del poeta son briznas en la tormenta del amor, porque quien quiere sufrir sufrirá a pesar de lo que le digan y le aconsejen: Morí una vez en el futbol / salí en el noticiero de las 10 / me consagré con la afición / un hombre que murió por su pasión. O como diría otro poeta: Me conmueves toda tú, representando tu vida, con esa pasión tan torpe y tan limpia, como el que quiere matarse para contar: soy suicida.

El enamorado quiere sufrir, cuéstele lo que le cueste. El hombre es el único animal que construye jaulas para encerrarse en ellas. Y vaya que es un experto. Porque el enamorado no se pregunta nunca lo que se preguntó el maestro Jaime López: "Cuando entre el sí y el no existen / unos cuantos besos y negaciones, / la incertidumbre me obliga a preguntarte / si podemos cosechar / o sólo estamos arando al aire...".

El enamorado empeña su dignidad y la pone al servicio de la pata vengadora, reivindicadora de la superioridad de género —pero el opuesto— y la otra parte, ni tarda ni perezosa, se encarga de limpiar la mierda de su zapato con el cuerpo servil del guiñapo otrora orgullo nacional del que no sufría, del que no sentía, del que se amanecía cantando como el “muchacho alegre”. Dónde quedó tanto cacareo, tanta alharaca, tanta bulla. “Tanto pedo para cagar aguado”. “Pobres perros expuestos a la sarna y a la vida, rabiosas dentelladas que exigen pan y hembra y mundo, pero que ofrecen el cuello al collar de las caricias”. Dignidad, señores, dignidad, pero sin abusos ni injusticias.

“El que ama se estremece ante la idea de pruebas más severas; suplica en silencio que se le permita poner la mano en el fuego” diría el viejo Henry Miller. Y todos estamos hechos de esa misma pasta, explosiva y mansa como el fuego derritiendo mantequilla. Y todos exigimos y arrebatamos y nos rasgamos las vestiduras cuando de amor se trata. Y uno no puede más que recordar a Neruda: “Es una casa tan grande la ausencia, que pasarás por ella a través de los muros”. Entonces uno se pregunta si valen la pena tantas cachetadas al ego y tantas copas y copas y botellas tras botellas y tantas “lágrimas de mi barrio”.

O bien, en un esfuerzo de serenidad, analizar la razón de ser tan animales como para no discernir de qué se tratan los asuntos sobre el particular: “Después de todo —pero después de todo— sólo se trata de acostarnos juntos, se trata de la carne, de los cuerpos desnudos, lámpara de la muerte en el mundo”.

Pero tal vez todos deseamos la omnipresencia para estar seguros de que el otro (a) nos ama, aunque ninguna persona en su sano juicio debería pasarse la vida pensando en lo que el otro hace en ese momento cuando no se está junto a ella. Hay una Isabelle Adjani poseída por monstruos rondando nuestro espíritu. No importa cuán feo, macabro y destructivo sea ese amor que nos arrastra y nos condena.

Miguel Hernández, cuánta razón: “Besarse, mujer, al sol, es besarnos en toda la vida”. “Besarse a la luna, mujer, es besarnos en toda la muerte”. Y toda la vida y toda la muerte en esa dicotomía de emociones en donde bien y mal confluyen, se unen y transitan por las autopistas de la locura al más puro estilo David Lynch con tableros de Terciopelo azul.

El amor pareciera ser el lazo en el cuello del suicida, la corbata obligada del oficinista, la sinrazón justificando obsesiones, desvaríos, esquizofrenias, malformaciones y autodestrucción. Por todo ello, volvamos a Bukowski, quien certeramente apunta que “…no es placentero ser puesto en la cruz y dejado ahí, más placentero es olvidar a un amor que no cumplió…”.

Claro, parece fácil escribir sobre cosas tan etéreas como el amor o la religión, aunque sus flexibles dogmas perduren y repitan consonantemente su flagelo de arrumacos, besos y “escenas de cama”. Pues lo demás: la obligación, la responsabilidad y el compromiso, son los hijos bastardos del arrebato apasionado de jóvenes apresurados por cumplir los rituales de la carne, aunque terminen durmiendo en el congelador de la rutina y el aburrimiento.

Y este monólogo apretado, pletórico de citas citables y piedras y caminos, puede seguir infinito, reciclable y apoltronarse en los estantes de las bibliotecas y en las memorias de viejos con cabeza de varilla oxidada; sin embargo, amores y desamores, piedras o lana, aceites sobre el cuerpo y maravillas sepulcrales atinan con fiereza sus dardos míticos, cual dedos de nerones incendiarios o pequeños arcos pedófilos de cupidos taciturnos, cual joselitos avejentados o pulgarcitos devorando a sus hijos.

Terminemos ya, y que cada quien viva su vida y sus dolores, aceite sus bisagras o se encarame en la cómoda rama de lo soslayable, de lo perpetuamente lúdico y perverso, de lo campechanamente duradero. Eso es tarea de cada quién, a fin de cuentas, vivir es un riesgo que debemos asumir. Yo me quedo con las palabras del poeta y me preparo para ir a comer al mercado de la colonia Cuauhtémoc —lo siento, soy tan terrenal y humano como cualquiera:

Mi corazón la busca, y ella no está conmigo.
La misma noche que hace blanquear los mismos árboles.
Nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos.
Ya no la quiero, es cierto, pero cuánto la quise.


Acerca de mí

México, Estado de México, Mexico
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