viernes, diciembre 17, 2010

Ojos de calzón


Ricardo Medrano Torres

A las doce del día el calor del piso sube hasta los ojos. Voy a comprar el kilo de tortillas que me pidió mi mamá; aprovecho para comprar un chile en vinagre y comerlo en un taco. A las cinco de la tarde tenemos acordado un partido de fut con los de la calle 14 que son buenos pero no invencibles: 10 de los últimos 11 partidos los hemos ganado nosotros.

Claro que soy el mejor, el único, el burlador, el héroe de la cascarita callejera. Una vez vinieron del Real Madrid —así se llama el equipo de la calle 15— para invitarme a jugar, pero mi mamá no me dejó por no haber lavado los platos de la comida. Ya te imaginarás el berrinche que hice, pero así son las mamás, ya las conoces.

Bueno, voy por las tortillas y, a punto de entrar a mi casa, el Cachacuaz —así se llama el perro del vecino— intenta morder mi hermosa pantorrilla, y yo, por esquivar sus dientes filosos de tiburón anciano tiro cuarenta centavos de tortillas redondas, equivalentes a un kilo, y enlodo una servilleta blanca bordada con uvas moradas y mangos amarillos. ¡Bendita sea mi suerte! —digo e intento salvar, inútilmente, algunos discos de masa.

Mi madre me condena al encierro vespertino. ¡Esa tarde no!, ¡por favor!, ¡nooooooo! Tenemos partido de fut con los de la 14 y yo soy el delantero estrella. No podrán jugar sin mí, perderán. Pero como soy más hombre que chango, asumo el castigo con valentía y coraje —más coraje que valentía—. La única zona divertida de mi casa es una selva tupida de rosas, buganvillas y sábilas donde juego con mis muñecos luchadores (Santo y el Demonio Azul) a quienes enfrento con el monstruo ojos de calzón, la temible serpiente caca de iguana y el Doctor Flato, cerebro de la conspiración internacional para destruir al mundo.

En la cocina, la abuela no permite intrusos. Puedes mantenerte quieto y sentado frente a la mesa, separando las piedras de los frijoles negros o quitando las espinas a los nopales. La cocina es el sitio de los prodigios: de las cazuelas de barro brotan moles negros, sabrosos pipianes con pollo, carnes de cerdo en salsa martajada de jitomate y chile verde, tortas capeadas de carne con su caldillo espeso.
Hoy, ni la cocina me convence. Benditas tortillas enemigas del fut, pero ni el hambre misma doblegará mi orgullo herido de futbolista frustrado. No, no señor, juro que moriré de inanición y mi mamá llorará sobre mi tumba fría y dejará una rosa todos los años, justo el “Día del hijo” y se preguntará por qué fue tan mala, por qué no me dejó salir a jugar el sagrado fut con mis amigos. Esa será su condena; yo desde el cielo, convertido en ángel de alas blancas de pichón, me sentiré satisfecho con su culpa y su remordimiento. Ese será su castigo.

El cuarto de los tiliches es el lugar más peligroso de la casa, según mi mamá:
—Puede haber animales ponzoñosos: arañas, alacranes, caballos o dragones de cinco ojos, con patas de jirafa y dientes más grandes que un colmillo de elefante africano.
Colgada con un gancho del techo hay una bicicleta de llantas grandes con rayos cubiertos por telarañas. Las telarañas son tan grandes que de unirse cada hilo de ella en línea recta, darían dos vueltas a la tierra y terminarían justo en la puerta de la tienda de doña Chimbomba.

En el cuarto de triques hay cinco cajas de cartón, apiladas una sobre otra; un baúl que me recuerda la historia de mi tatarabuelo: “Una noche mientras dormía, me habló el muerto al oído para decirme dónde había enterrado un dinerito —centenarios de oro—. Dos días después fui con cinco de mis mejores amigos. La condición era que escuchara lo que escuchara, no debía correr ni asustarme, pues eran las almas que custodiaban el tesoro. La noche era hermosa: como una medalla, tenía una luna llena colgada al cuello. Cuatro de mis amigos no regresaron con nosotros, sólo dos volvimos, por eso debo guardar por siempre el tesoro maldito del difunto” —esta era la historia del tatarabuelo —que yo conocí por labios de mi abuela—. Creo que este baúl tiene las monedas de oro rescatadas aquella noche.

Además del baúl, hay dos botes para cocer tamales, una estufa blanca de peltre, cinco pares de botas de hule, montones de revistas y periódicos y una caja de herramientas. A través de un tragaluz se filtra el sol con pequeñas hebras luminosas. El polvo danza hasta volver nebuloso el ambiente y de vez en cuando me hace estornudar.

El tiempo se detiene. Me decido a recuperar el tesoro del tatarabuelo. Tomo una barreta que extraigo de la caja de herramientas, un martillo y dos desarmadores; no consigo mi objetivo. Me asomo por la ventana que da al jardín de los vecinos y veo a Xóchitl: hija única de don Martín y doña Gertrudis: él, policía, ella dedicada en cuerpo y alma a cuidar de sus perros: sirve generosas porciones de croquetas en el plato de aluminio de Filipo, Chambarete y Cochicuás, todos de raza indefinida, podría decirse: corrientes cruzados con de la calle.

A Xóchitl le gusta andar en bicicleta y a mi me gusta Xóchitl, los frenos en sus dientes la hacen más bonita. No quiero decir que ella tenga frenos como la bicicleta, sólo que así se les dice a los alambres que te ponen los dentistas para enderezarte los colmillos y no parezcas vampiro chupón. Con los frenos, Xóchitl parecen atrapar su lengua en la jaula hermosa de su boca; su cabello peinado con dos colas la vuelven un pan con mantequilla en una tarde de castigo tras dos horas sin comer.

Como puedo grito desde mi cárcel hasta que ella se acerca:
—Y por qué te castigaron —dice con toda la elegancia de una princesa.
—Por tirar las tortillas en un charco —le respondo como el más seguro caballero de las cruzadas.
—Pues hubieran comprado más y asunto arreglado —dice segura como sólo mi madre puede decirlo.
—No es tan fácil, mi padre dice que debemos aprender de los errores y por eso es necesario recibir un castigo cuando se comete un error —comento, queriendo parecer aún más interesante: un futuro hombre responsable.
—Pues a mi me parece que tu papá es un ogro —eso no puedo permitírselo, por muy hermosa que sea y por mucho que me guste.
—Pues piensa lo que quieras pero mi papá es bueno —defiendo al autor de mis días.
Discutimos un buen rato hasta que amenaza con irse y abandonarme a mi suerte. No puedo permitirlo. Es la primera vez que estamos a solas —bueno, separados por una ventana—. En la escuela he intentado acercármele sin conseguirlo. Ella se hace la interesante. Sabe de la belleza de sus pecas: hermosas salpicadas de sol sobre sus mejillas, rosadas como jamón de pavo.

En la fila de entrada al salón, me coloco justo a un lado de ella para que me mire. Ella finge distraerse. Mi estómago se retuerce de celos cuando Gómez Gómez se le acerca y finge recargarse en su hombro sin que ella proteste. Deseo en ese momento que a Gómez al cuadrado se lo trague una tarántula gigante, que un perro buldog le orine las valencianas del pantalón y que se le pudran las agujetas, que aparezca King Kong y le vacíe un moco viscoso sobre su horrible cabeza aplastada, rasurada. Odio a Gómez al cuadrado, pero a ella no puedo dejar de quererla: tan linda con sus ojos negros y brillantes como uvas oscuras recién lavadas.

No puedo permitir que me deje a mi suerte. La tengo a mi merced, debo poner en práctica lo que he aprendido en la telenovela de las ocho de la noche: debo tomarla de la mano, pedirle que nos casemos en cuanto terminemos la primaria y que tengamos tantos hijos como para hacer un equipo de fut del que yo seré entrenador. Ella se negará —por supuesto— pero mi seguridad la convencerá. Podremos vivir, por lo pronto, en este cuarto de tiliches. Dice mi abuela que “cuando dos se quieren con una cama basta”.

No creo que Xóchitl coma mucho. Es muy flaca, como un palo de escoba, pero ya se llenará y le saldrán bolas por todas partes como a mi prima Leticia. Dice mi mamá que las mujeres que tienen bolas por todas partes son más bonitas. Yo no les encuentro chiste, las mujeres así parecen caminos con baches y a mi papá no le gustan los caminos con baches: siempre maldice cuando se le cruza una zanja, una piedra o un tope. Yo creo que las mujeres deben ser como las carreteras o los caminos, entre más parejas es mejor.

Ella me toma de la mano y acerca su boca a los barrotes de la ventana. En lugar de un beso recibo un puñetazo. Ríe como poseída por demonios diarréicos y baila de gusto sobre la escalera en que ha trepado para burlarse de mi encierro. Frente a frente casi puedo percibir el olor a chamoy de su boca, el aroma a chicle de frutas de su cabello rizado, los destellos de sus ojos como llama de encendedor de a tres pesos.

Todas la groserías que pueda hacerme no serán suficientes para dejar de quererla más que a mis muñecos luchadores, que al Doctor Flato o al monstruo ojos de calzón. Nacimos el uno para el otro y en nuestros respectivos destinos está escrito que compartiremos los tacos de sal cuando vayamos juntos a las tortillas. Estoy resignado a querer a su padre, a su madre y a sus perros tragones.

De nueva cuenta acerca sus labios a la reja de la ventana, quiero corresponder al regalo acercando los míos. Me escupe en plena cara el agrio chamoy de la burla y ríe otra vez, hasta casi agotar mi disminuida paciencia. Aprieto los puños en las bolsas roídas de mi pantalón, ahí guardo mi cola de lagartija de la suerte, mis dos canicas cebritas, mi tapón de lata de aerosol, veinte centavos del año mil novecientos cuarenta y cinco, una estampa arrugada con la foto de Pelé, dos corcholatas para canjear un dingo perro y un hueso de la suerte del pollo rostizado que comimos el domingo.

Hoy hubiera sido capaz de perdonar sus groserías y hasta su hermosa sonrisa pisoteando mi orgullo. Precisamente hoy que me encuentro en el cuarto de los tiliches, castigado por tirar las tortillas en un charco, sin poder abrir un baúl clausurado por dos candados, imposibilitado para enfrentar en el fut a los de la catorce, privado de los olores de la cocina de la abuela, hambriento y olvidado.
¡Oh, Xóchitl!, todo lo hubiera perdonado, que Gómez al cuadrado fuera a hacer la tarea a tu casa. Ver cómo te alejas sonriendo, tomándolo del brazo, guiándolo hasta tu casa, mientras yo: encerrado, hambriento, futbolista frustrado te miro caminar por tu patio con ése... Todo pude haberlo perdonado.

Pero no puedo perdonar, ¡nunca de los nuncas! que hayas secuestrado al monstruo ojos de calzón. ¡Eso no!, por qué lo hiciste. Por qué lo regalaste a Gómez al cuadrado. Sabías que no era tuyo, sabías que era mi compañero. Pudiste regalar mi corazón, masticar las yemas de mis dedos, cortarme las uñas de los pies con unas tijeras de pollero, pero no regalar mi monstruo ojos de calzón a ése, precisamente a ése tal Gómez al cuadrado.

Ojalá que un perro buldog les orine a los dos las agujetas y que se les piquen los dientes por los chicles que coman, que King Kong venga y les arroje un moco sobre sus cabezas para que se ahoguen en él, que se los coma una tarántula gigante, que les salga la mano pachona de la tasa del baño y les pegue el susto de su vida.
—¡Oh, mi monstruo ojos de calzón!, ¡por qué!, ¡por qué! Por qué no se abre este baúl, por qué no podré comer el mole verde de la abuela. Cómo quedaría el partido de fut. ¡Snif! Debo meterme en la cabeza que las tortillas y las niñas son impredecibles.


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