miércoles, diciembre 13, 2006

Le dí unas lengüetadas a la zorrita*

Por Alberto Vargas Iturbe


Una hermana tenía una tienda en San Miguel Teotongo, me invitó para que le ayudara, dado que no tenía empleada, sola no podía desplazarse en el negocio. Llegamos al acuerdo que sólo iría en las tardes, ya que en la mañana yo iba a la universidad.
Esta colonia, apenas se empezaba a poblar. Se ubica en la pata del cerro, arriba de Cárcel de Mujeres –Santa Martha Acatitla–. Por la mañana me iba a la escuela. A las dos de la tarde tomaba un chimeco a un lado de la Soledad donde estaba en paradero de camiones, esto lo hacía para irme sentado ya que ahí lo abordaban pocos pasajeros, el trayecto era largo, en Santa Martha se desviaba el camión, subía al cerro empinado, me bajaba antes de llegar a la cima.
En estos viajes leí varias novelas y libros que me dejaban en la escuela. De la Soledad a San Miguel Teotongo hacía dos horas, a veces más, en ocasiones antes de abordar el chimeco me comía unos tacos de carnitas que vendía una muchacha muy arreglada y que era muy guapa, tardé varios días en verle las nalgas porque salía muy poco del puesto, me hice su cliente ya que me gustaba y las carnitas estaban muy sabrosas, la muchacha ciertamente estaba muy bonita pero era muy orgullosa, quería hacer amistad con ella y no me pelaba, le preguntaba algo y ella contestaba con un sí o un no.
El día que insistí salió del puesto y tuve oportunidad de verla entera; era un señor culo. Casi, me aventó el agua mugrosa en los pies, le iba a mentar la madre; pero reflexioné a tiempo, mascullé: puta no deberías ser y me fui al jardincito de la Soledad. Ahí sentado en una banca veía las putas pasar con sus clientes rumbo a los hotelitos mugrosos, esas eran, por decir algo, las de categoría, con la morralla junté para una de las más baratas.
Estas llevaban a coger a los clientes a un viejo edificio derrumbado, las que entraban a este sitio eran el gabazo, los que se las cogían eran la marginalidad absoluta; boleros, diableros, limosneros, lo más jodido de la sociedad; fui al callejón de donde están las muchachas, no había una sola bonita, la más esbelta que agarré pesaba 120 Kg. Yo andaba con el fístulo bien parado desde un buen rato, ya hasta me salía baba por el orificio y lo que quería era descargar.
A estas viejas, los clientes las desprecia; todas gordas, más bien gordísima, usaban minifalda hasta los calzones, brazos gruesotes y unos cachetotes como puercas andaban agarrándole los huevos a los que pasaban por ahí o a los mirones y los invitaban a pasar, le di la morralla ni la contó, luego luego me dijo que sí, la fui siguiendo por los pasillos del edificio derruido, dábamos vuelta a la derecha e izquierda hasta que llegamos a un solarcito, ahí había un cuartito, el techo era de plástico, en la cama estaba un mosquero, no había cobijas ni sábanas sólo un colchón mugroso.
Se bajó un poco los calzones a media pierna, me dije: “en el nombre sea de Dios; sólo para descansar”. Cuando hurgaba con el pito buscando el hoyo, aquello era un batuquillo, estaba pegajoso, cuando la penetré movía el culo generosamente, yo sentía toda madre… Pronto le aventé un sopetón de mocos, no esperó a que descansara la verga, se desenchufó, le sonó el culo por un pedote que se aventó, se bajó los calzones a la altura de las pantorrillas, se sentó y aventó unos chisguetes de orines que botaron del piso como cuando llueven unas gototas, le pregunté dónde hacía yo –de la cagada, no de la meada–, me respondió:
–Ahí donde hice yo: aquí no hay baños.
Cuando me subí el sierre entraba otra puta gorda con un cliente. Me dieron ganas de fumar un cigarro, pero me olía la mano a la panocha de la puta, con un poco de asco me chingué el cigarro.

*Este texto forma parte del libro Una temporada en San Miguel Teotongo, Estado de México, 1999, ediciones El Chimeco ebrio

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