viernes, febrero 01, 2008

Amantes fuera del mundo


Por Ricardo Medrano Torres


A los quince años de edad fue raptada por quien más tarde se convertiría en su marido y padre de sus tres primeros hijos. A los 28 estaba separada del marido pero encontró el camino de regreso a la cadena y otra pareja le mostró el lado más feroz de un alcohólico, aunque le regaló a su hija menor. A los 33 años se dio tiempo para volver a sentir a su manera. Ella, como mujer, me dice que los hombres intentamos ser fieros como los perros, pero no acabamos de abrir los ojos nunca. Creo que ella tardó demasiado en abrirlos.
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Cuando tuve conciencia, él ya estaba ahí —como el dinosaurio del cuento—. Hoy tiene 72 años y desde siempre ha sido mi abuelo. Se ha erigido como elemento importante de la familia en situaciones tanto difíciles como gustosas. El viejo tiene las rodillas lastimadas, camina lento y con dificultad, aunque no se dobla, es de acero inoxidable.
Por cuántas cosas habrá que pasar un hombre cuando el corazón se le ha dividido en dos. Cuántas cosas habrá de enfrentar para cumplir con los dos frentes, con dos vidas que exigen atención. Nuestra familia es la otra, la otra cara de una moneda, el anverso del documento que tiene cláusulas escritas con letra ilegible, aparentemente engañosa.
Mi abuela, con sus décadas a cuestas y el arranque emocional de una quinceañera, a veces lo amenaza pidiéndole que ya no vaya a verla, que los cuarenta años juntos, viviendo un amor dividido, sólo aceleran la ruina física de ambos. Él escucha con atención y se bebe el litro de pulque que cada jueves ella le compra en el mercado sobre ruedas. Es uno de los últimos placeres que él conserva. Hace mucho que tu abuelo y yo somos como hermanitos —bromea ella cuando refiere sus asuntos íntimos.
Ambos pueden estar juntos sin hablar por muchas horas. Dicen que cuando dos personas se entienden, las palabras sobran. En ellos, las palabras se anidaron y juntos construyeron una familia con escombros de las vidas anteriores de ella. A él no le importó poner la mano donde la puso el muerto, ni donde la puso el marido original. Tienen la piel tatuada con anécdotas compartidas. Tienen un amplio repertorio de películas de Antonio Aguilar en la memoria, de cuando los viernes se citaban como dos novios y a escondidas se tomaban de la mano en la oscuridad de la sala, y se daban besitos y jugaban a que yo era su hijo, el hijo que nunca se permitieron tener, tal vez por aquello de “Para que nada nos amarre que no nos una nada”.
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El viejo, mi abuelo, me regaló un día una pistola tirapapas, y jugaba a medio aconsejarme para echarle ganas a la escuela y obedecer a mi abuela. Chofer, se daba sus mañas para pasear a su familia virtual en los autos de compra-venta que negociaba para darse ese lujo y regalarnos la tarde del tercer sábado de cada mes, comiendo los guisos de la abuela, transportados en portaviandas, sobre cualquier franja verde de pasto a la orilla de la carretera vieja a Puebla, en Ixtapaluca, en Ayotla; lejos, donde los ojos de su mujer no lo alcanzaran, atento a las miradas de quienes pudieran conocerlo y ágil para tener respuesta a mano cuando la situación incómoda se presentara.
Él tiene el respeto de los hijos de ella, aunque la familia —desmadrosa como siempre— juegue a desbaratarlo cuando canta sus canciones y se le sale el gallo o cuando la letra se le olvida: es un artista a quien llegó tarde la oportunidad de serlo. Su voz ya muestra estragos, y la memoria es un líquido denso a través del colador que poco a poco se vacía.
Los dos viejos juegan a ser novios y se espantan el uno al otro cuando la muerte ronda sus respectivas casas y se preguntan qué será cuando uno de ellos se adelante en el viaje, y el otro, desde su intranquila serenidad de viejo, no pueda acudir al velorio y llorarle y recibir los pésames y despedirlo con el último puño de tierra y demostrar lo que socialmente es indemostrable.
Un par de ocasiones, en mi papel de amigo de la casa, de su casa, lo acompañé en los velorios y sepelios de sus padres. El viejo gustoso me recibió como quien recibe a alguien en su fiesta de cumpleaños, y me abrazó y nos aguantamos las ganas de decirnos cosas, de apoyar al abuelo para que las lágrimas contenidas pudieran brotar gustosas de sus ojos insomnes desde hace muchos años.
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Mi abuela juega a dejarse querer y le permite que de vez en cuando le tome de la mano. Evitan las demostraciones públicas de afecto, tal vez en un afán de seguir engañándonos a todos, de seguir con el juego inocente de ser los amantes que se ocultan tras una gasa por demás transparente.
Ella permite que él le cante canciones en sus fiestas de cumpleaños. Micrófono en mano y uniformado de mariachi, él le dedica miradas y piropos y le dice “Señora, esta es para usted”, “Patrona, estamos a sus órdenes”. Y le juega al artista y se siente importante entre sus hijos virtuales, entre los nietos y biznietos de la que ha sido su amor toda una vida. De la que le dio el sí un día de la Virgen del Carmen. De la que le embarró los bigotes con manteca y se dejó querer con tacos de queso de la tierra de ella, de Guanajuato “Donde se rebana el oro”, hijos de la chingada —grita ella cuando ha bebido tres cervezas y evitado tomar la pastilla para aliviar la presión arterial—. Ella juega a que él es su esposo, su marido, su defensa en pequeños y grandes problemas con los vecinos, con y de la familia.
Él tiene la mirada cansada y cada tercer día religiosamente acude a ver a su amada y recibe gustoso el pulque y lo bebe y come placenteramente lo que ella le prepara. Él se sabe importante porque fungió como jefe de familia en los enlaces matrimoniales de la hija menor y del nieto de ella. Los nietos lo llaman abuelito y le dan un beso y él se conforma con saberse abuelo y bisabuelo y compartir un par de horas cada tercer día con su amor, para después marcharse a cumplir el ritual del día con día, rumbo a su casa, con su esposa legítima, la madre de sus hijas, rumbo al compromiso, dejando la mitad de su vida tras de sí, en espera hasta dentro de 48 horas.
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Ella, nacida en el año 33, sabe que cuando jóvenes gustaban de visitar el parque La Marquesa, besarse entre los árboles, abrazarse, adivinarse el pensamiento, sabiendo ella que su destino no estaba ligado con el de él, no debería estarlo, y a pesar de todo hicieron que los días tuvieran más horas y se inventaron mentiras como dos niños viejos, y se quisieron, y se pelearon, y en muchas ocasiones terminaron dándose cuenta de que nadie tenía responsabilidad ni obligación con el otro, de que su relación era sólidamente frágil y que los compromisos eran sólo de palabra y obra, sin firmas de por medio; sin embargo, ella se molesta cuando él no acude a la cita acordada desde hace décadas, y pasado el berrinche se preocupa por saber dónde estará él, cómo estará —no lo llama por teléfono ni ha invadido abiertamente su otra vida—; se pregunta si los huesos de él siguen en este mundo, si él la sigue queriendo después de tanto tiempo, después de tantas arrugas, después de tantos achaques. Siguen sintiendo celos, uno del otro, como dos adolescentes.
Juntos, él y ella, son amor en la tormenta, son flores eternas, retratos de Dorian Gray con el rostro del amor incólume, dimensiones paralelas, irreales, lejos de las verdades cotidianas, tan fuera de lo tangible, de lo convencional, tan fuera de este mundo: “Voy a buscarte…voy a encontrarte…voy a llevarte ... Fuera del mundo, fuera del mundo, fuera del mundo ... Tú y yo… Nosotros dos… Ahora… Aquí… Fuera del mundo, fuera del mundo, fuera del mundo…".

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