viernes, febrero 01, 2008

Había una vez un barco chiquito...

Por Ricardo Medrano Torres



Era una ciudad perdida que la historia llamaría Neza. Una ciudad naciente donde los perros se traducían en el escudo de aquella raza que fundaba su propia geografía. El señor de los camotes, con su silbato insistente, laceraba el antojo de las mujeres en estado de buena esperanza.
Cuentan las malas lenguas que también existió por esas tierras el señor de la melcocha, un hombre equivalente al negociador del libretrueque: dando-dando y la ropa vieja era la divisa para embadurnar los bigotes de chiquillos ansiosos con jarabe de piloncillo.
Famoso por su ambiente fue el Cine Maravillas, donde la función costaba unos centavos, cuando aún valía el dinero. Películas del Santo llenaban la pantalla de momias vengadoras y lloronas descarnadas de papel maché; vampiresas muy al estilo de Lorena Velázquez y Dúos muy acá como Santo y el Demonio Azul en plena Atlántida; no tan efectivos como los de la Ciudad Gótica, pero más machines y surrealistamente mexicanotes. Quien recuerde aquello diría: “Esas si eran películas, chingá”.
El ligue es y ha sido el de siempre: besitos en lo oscurito y más para abajito, ahí no hay pierde. Los niños de entonces, padres de hoy, desentierran el hábito y cuerean a la chaviza con sus consejos al estilo de Doña Sarita García.
Los camiones suburbanos –como se les dice ahora– se dividían en chimecos y rafles, nadie sabe a honras de qué. El último chimeco salía de la vieja estación de trenes de San Lázaro hacia la una de la mañana y dejaba, a los que lo abordaban, a lo largo de la famosa calle siete, donde se habría una grieta fangosa del tamaño de un cristiano, en donde amanecían ahogados o muertos, según fuera la necesidad. El lago del Bordo de Xochiaca ya existía y eran la tumba de automovilistas y víctimas del atraco.
Se nos trepaba el difunto, el cual quería dejarnos el billete que su mezquina ambición había enterrado en algún lugar de su terruño o en algún colchón de aserrín y paja. Esto era muy tradicional en el inframundofolklórico de Minezota, tanto como la serie del Cachirulo, Enrique Alonso –claro que pocos tenían la dicha de tener una televisión.
El Neza de ese entonces era una laguna encerrada en el inmenso mar del crecimiento demográfico capitalino. Había pulquerías y nos escapábamos a los salones de baile. Ibamos a chambear hasta por las calles céntricas de Perú, Cuba, Allende, El Salvador o Corregidora, en el Centro Histriónico.
***
Ya encarrerados, citemos una historia original de familias emigrantes: un día de los años tales se descuelga una liana del tronco familiar desde su natal Guanajuato, Oaxaca, Guerrero, Puebla... y se vino a avecindar en la tierra prometida, donde por relativos pocos dineros, contantes y sonantes, se podía comprar un cacho del México que los expulsó de sus jacales provincianos.
Muchos de los entonces recién llegados al hoy Neza, le entraban a lo que fuera con tal de mantenerse a flote en el Lago de Texcoco o en la zanja referida. En cuartos de vecindades salitrosas y olorosas a frijoles chamuscados nacieron los pequeños mexiquenses-nezahualcoyotlenses, y junto con ellos la amistad con el compadre, el apadrine y el brindis semanal que se volvía crónico.
Había pulquerías y llaves de agua de donde se tomaba el fluido a punta de pujidos, para entregarse a domicilio, mediante sus respectivos aguantadores: un bote colgado a las argollas de cada lado atornilladas sobre un palo que laceraba el lomo del hidro-tameme. Los más jodidos, que eran casi todos, vendían paletas y le entraban al prometedor comercio de las garnachas en las esquinas. Había violencia y Neza se ganaba a pulso el mito de territorio agreste, gracias a la prensa amarillista que siempre destacó el nombre de la ciudad naciente como “la tierra del faisán y el agandalle”.
Los cincuentas agonizaron y dieron paso a los nuevos jóvenes, que quisieron olvidar su origen y crearon su nueva identidad, su nueva cultura: la Neza del coyote tres equis y patrullas de bocho. Camionetas llamadas “julias”, para arriar a la prole detenida por sospechosa. Calles lodosas y zanjadas; como hombres abiertos en canal mostrando sus intestinos-tubos de drenaje.
Nació Neza, con sus colonias Aurora, Maravillas, Esperanza... y muchos perros bragados, como su gente que se partía el lomo soportando el flagelo del sol, la cal y el cemento. La clase del macuarriaje, el artesanado de la construcción, hacía sus casitas provisionales con sacrificios de chimeco nocturno y extorsiones policiacas.
Creaban su metalenguaje, su cultura urbanizante, autóctona y tradicional, chilanga y citadina; la misma que los doces de Diciembre ilumina las calles, unas pavimentadas y otras no, con hijos relucientes que adornan la noche para dar gracias a la madrecita morena del Tepeyac por haberles permitido casar bien a sus hijas y que sus hijos arrimaran la costilla de su destino, bajo el mismo techo, bajo el mismo cubremoscos o en hilerita en el cuarto multiusos.
Hubo criollos y paisitas a los que se les cargaba y se les sigue cargando el boyler de leña hasta que aprendan que la integración se logra sólo entrándole al aro de fuego. Pantalones roídos y la música del Alex Lora, los Amor y Paz, y otros tantos, se convirtieron en el himno de la rebeldía de los jóvenes coyotes hambrientos de identidad. La bandita nacía en las esquinas como en cualquier lado, pero con su estilo muy particular.
El aire de Neza, enrarecido por el vertiginoso crecimiento que se ha dado en las últimas décadas, arremolinó los ojos de los que se creyeron arqueólogos y buscaron ruinas en casitas de cartón, en los Hermilos descalzos y encuerados que jugaban con ajolotes y enseñaban sus ombligos saltones. Sabedores de que entre la gente está la esencia de la ciudad, lo auténtico de la neta, lo sabio del sabor de la melcocha de piloncillo, las películas del Santo, las Zanjas abiertas al cielo, como heridas de ciudad.
Imposible olvidar las fiestas de Quinceaños, tan tradicionales como la música que se toca en ellas: el Pedro Infante obligado cuando termina el argüende, y la apertura con charanga y salsa, para recordar los pasitos de pachuco del jefe y de la jefa.
Por eso los trapos viejos se retacan en las almohadas, como para mantener siempre presente que se tiene un pasado en la memoria y los recuerdos vivos. Por eso el álbum fotográfico. Los recuerdos suenan sus botones y nos refrescan la sabiduría de los abuelos, muchos ya enterrados en otra época junto con su pasado provinciano, origen de la mayoría de la gente Necenze.
Las consolas y los discos viejos y con sonido de lluvia resuenan en la memoria. Por eso todavía encontramos en la estación Pantitlán del metro las canciones viejitas de Javier Solís, de don Pedro Infante, ídolo de Guamuchil, a quien le faltó poco para ser canonizado. Recordamos lo aferrado de los jefes de familia por poner en las pachangas la música norteña y ranchera, la misma que acaba por ser el himno de batalla del de Neza, que se amanece cantando y chupando como el muchacho alegre.
Cuando se visita esta ciudad se admiran los grabados de sus bardas: pintarrajeadas con gritos, asoleadas y descascaradas, salitrosas y plagadas de invitaciones a bailes, de propaganda política y de inscripciones abiertas a escuelas de aprenda pronto y deje de ser el mismo jodido de siempre. Hoy es otra la ciudad Neza de las callecitas oscuras y adornadas con luciérnagas furiosas, que gustan de frotan sus cuerpos al lado de un poste o en la sombrita de una marquesina.
En estos lares debería existir un monumento a las señoras que crecieron a sus hijos con el sudor del pulmón, mismo que sirvió de tapón al lavadero; un monumento a los hombres recios, jefes de familia con fama de desobligados y machirrines, borrachotes que emularon a Pedro Infante en sus películas de culto; un monumento a los jóvenes que en su tiempo fueron de la banda y que ahora posan las posables en una julia de vidrios polarizados.
Un palacio municipal adorna la ciudad, recreando la visión de un Rey Neza prieto y siempre firme, aunque el agua de la fuente le moje las corvas. Aún con reumas, Neza se sostiene con sus miles de perros, con sus miles de vidas tan individuales como semejantes.
Había una vez un barco chiquito, que no podía, que no podía...









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