viernes, enero 14, 2011

Ya vas que chutas


Por Ricardo Medrano Torres


En el barrio lo típico era la cascarita, para apostar los refrescos o por jugar el honor. Casi siempre era con una pelota ponchada, de esas rojas que nos negábamos a tirar a la basura. Era a todo dar tirar patadas y quedarse con el dedo gordo del pie derecho adolorido por la dureza del balón.

En las cáscaras de fut, había lo mismo Pelés que Batatas dribladores. En mi calle había un tipo que jugaba con la pata pelona y no le temía ni a los vidrios ni a las piedras. Ese sí era todo un pata de perro. Las porterías se empotraban en la imaginación y se marcaban por dos piedras de regular tamaño, separadas una de la otra por el número de pasos que se acordaran entre ambos bandos.

El fut en la cuadra significaba la oportunidad de vencer al rival vecino. Jugar de a los chescos era el parapeto para ganarle al equipo contrario, prácticamente, la hombría. El vencedor se pavoneaba de ser el campeón.

En el equipo improvisado siempre había el estrellita y el que se la rifaba para portero, aunque llegando a la casa siempre se lo rifaban con el palo de la escoba o con el cable de la plancha. Había los no muy buenos para la patada, estos entraban de refuerzo y eran muy truchas para el tirito –la bronca–. Casi siempre el agarrón era seguro y el pique inicial entre dos, se generalizaba hasta volverse campal. Rocaso seguro y apañón al que se caiga, le partían su jefecita al caído.

Los reclamos no se hacían esperar y la mamá del vecino reclamaba en casa ajena al provocador y agresivo que tundiera al retoño inocente producto de sus entrañas.
Pero el fut no era lo único que nos quitaba el tiempo y el dinero de las tortillas. Había canicas y pretendíamos engañar a nuestra jefa diciéndole que el dinero había escapado misteriosamente de nuestro bolsillo, a causa de un descuido. Pero la jefa, con colmillo retorcido y dientes postizos, no se tragaba la mentira; de inmediato intuía que la feria de las gordas yacía en el cocol rifándose su águila y su sol con las cuirias.

De a tirito eran los encuentros y cuando más faltos de liquidez andábamos, le entrabamos al tacón o al trompo, al balero muy poco, pues éramos medio majes para entrarle al agujero. Recuerdo que siempre hubo un vago y el que se rajaba con su jefa por que le ganaron las canicas o el dinero. Como si las canicas fueran eternas y no costara un billete de la corregidora y el maguey, aprender a tirar de uñita o de güesito, tirar tragándole y bajándose como las barajas, el ogado mueres o el no hay calacas ni palomas, chiras pelas y otras tantas. El montón de canicas y dinero tenían paridad al cambio.

Se estrechaban las manos de uñas mordisqueadas, rellenas de tierra, para enfrentar al equipo contrario, aquellos a quienes decíamos los panaderos, porque en la esquina de su calle había un changarro con ese giro. Cada equipo tenía un patrocinador de mayor edad y el fútbol generaba rencillas, el pique entre los grandes se volvía pique entre los chicos –sin ánimo de ofender.

La pelota se ponía en juego, rara vez pateábamos un balón; esos eran únicamente para las ocasiones especiales: cuando íbamos a jugar a la deportiva de la Magdalena Mixiuhca o al campo de la calle siete. Golpeábamos las puertas y los vecinos se desgañitaban mentando madres y amenazando con llamar a la patrulla –como si fuéramos a caber todos en las patrullas de bocho o en una Julia.

Había un vecino medio tocado del céfalo, quien cuando andaba en estado de ebriedad sacaba la wínchester del abuelo y amenazaba con ella, provocando el miedo y la necesidad de buscarle un apodo: El fusil, se le dio por buen nombre y casi siempre y por pura mala fortuna, la pelota caía dentro de su jardinera cercada con alambre de gallinero o golpeaba en su puerta.

“Córrele que sale el ruco y nos balacea”, se oían las advertencias de terror. La calle quedaba desierta y segundos después, como ratas de campo, uno a uno regresábamos para retomar las acciones del partido. Para el tacón los había vagos, pero, para construir pistolas lanzafichas –corcholatas– nadie nos ganaba. Los había muy ingeniosos que saciaban sus instintos bélicos en la espalda del enemigo, capturándolo y fusilándolo a la manera de la Revolución. Había Patons y guerreros del combate de la tele.

También había guerritas con las cáscaras de naranja que depositaba en nuestra esquina la señora de los jugos. Las llenábamos de tierra y las dejábamos ir en contra del oponente. Había chillones y fusilamientos, caras rojas y ojos llenos de piedritas, no había esperanzas de que nos pavimentaran la calle y nos desquitábamos de las cuerizas que nos ponía nuestra esquizofrénica madre, echándole jugo de naranja en la cola al más barco de la pequeña pandilla.

También jugábamos a las escondidas, al cinturón escondido, a las cebollitas –para cachondearnos a los gorditos, los que más se asemejaban a las redondeces femeninas–, al bote pateado y a platicar cuentos de fantasmas con las chavitas de la misma calle, en una esquina oscura y tenebrosa. Comprábamos un peso de masa en el molino del maíz, para jugar a la comidita. Las niñas, reproduciendo la eterna abnegación femenina, sancochaban la plasta de maíz molido sobre un comal improvisado: la tapa del bote de pintura, aún cubierta de resquicios rojos de mal sabor que siempre nos empachaban.

La malicia empezaba a despertarnos la sesera y los ojos más avezados le volaban al jefe las revistas eróticas, que este escondía debajo del colchón. Ver pelos era lo máximo y nadie imaginaba que todavía hubiera alguien a quien no se le hubiera parado el tilín con sólo ver las escenas morbosonas de la tele. Quedarse con la revista era el máximo anhelo de todos; arremolinados y en bolita para que nadie sospechara de nuestras cachondas intenciones. Había silencios y no faltaba la broma del que le pregunta al azorado primerizo: “¿tú se la mamabas? El otro contestaba muy orgulloso –como sintiendo que la afirmación le daría etiqueta de arrojado– que “si”. “Pero a su güey” –era la respuesta que congelaba el ánimo.

Jugábamos a apedrear las lagartijas cuando asoleaban sus rugosas pieles sobre los tabiques ligeros de alguna construcción inconclusa. Estos lugares eran los castillos de la pureza de los sueños, los sitios para apartarnos de la realidad que vagaba en las calles y se zambullía en los charcos de lodo durante los meses lluviosos.

Nos gustaba encontrar objetos rescatables en los basureros: los polvos de amor de la madre Matiana, las vudúes brujerías en forma de muñeco rojo con sus respectivos alfileres; licuadoras oxidadas que nos hacían imaginar la posible compostura; mangueras para la lavadora –de las que yo me agencié una para la causa y se convirtió más tarde en mi azote personal cuando me pasaba de vivillo–; los hasta ese momento desconocidos condones –usados por supuesto– con su contenido ex vital y desagradable al tacto –acertaron, metí los dedos en uno usado.

El basurero era la trinchera para las guerritas de a rocasos. Era el sueño de volvernos ricos canalizando los materiales de desperdicio; vender los botes y latas viejas para sacarles una feria, que luego llevaríamos al cocol de las canicas o a la pared más dura para jugar retachaditas, rayuela u otra cosa. Éramos los viñeros de entonces, muchos sin la necesidad de hacerlo y otros con las ganas de ganarse una feria para arrancar una sonrisa a la jefa luego de llevarle las tortillas, compradas con pujidos de costal de ixtle lleno de desperdicios industriales.

En los meses lluviosos, los charcos se llenaban de hijos, grandes colonias de ajolotes. Verdaderas tumbas de lodo que nos dejaban los zapatos embadurnados. Había caminitos para cruzarlos, sorteando las temblorinas piedras, que inseguras amenazaban con derribarnos. Los mayores iban a trabajar y tomaban el camión sobre la avenida Pantitlán, aún no había micros ni con ellos división de clases entre los jodidos que viajan en chimeco y en pesera.

Tal y como iban secándose los charcos al finalizar la temporada de lluvias, las familias terminaron de pagar las letras del terruño y los escuincles pudieron ir a la secundaria, y luego al CCH y luego al Politécnico o a la Universidad, una vez concluidos los reglamentarios seis años primarios en una escuela urbana federal.
El deporte de los mayores era practicar el chismorreo y gracias a esta sana diversión pudimos saber que la esposa de don “tal” le ponía los cuernos en un hotel del entonces Cine Lago con un panadero –qué original–. Y que don “tal” la fue a sacar de su nido de amor y la azotó encuerada por toda la avenida Pantitlán, para que se le quitara lo buscona. También supimos que la delatora era de la misma calaña, y que la revelación fue producto de una revancha, porque esta última le había echado el ojo primero al señor de profesión bizcochero.

Otros juegos notables eran las apedreadas a los chantes de la gente indeseable. Había el Loco que abría las puertas a patadas y luego echaba a correr para escapar de los afectados doblando la esquina. Pero una vez llegado el mes patrio, tronábamos cuetes y nos valía un cacahuate las narices ahumadas. Festejábamos la independencia manteniéndonos al margen de los adultos, quienes generalmente platicaban tonterías y luego platicaban pendejadas, para concluir agarrados del chongo.

Amanecíamos acurrucados, cuando nos daban permiso, apretujados los unos con los otros, sin imaginar que la niñez solo se vive una vez, soñando que éramos grandes, soñando que algún día tendríamos recuerdos. Hoy, muchos de los chiquillos de ese entonces son ciudadanos de Neza con oficio y trabajo estable, otros emigraron a los Estados Unidos a traer billetes verdes, otros se mudaron de barriada con la huella de haber vivido un segundo en el terruño del coyote, y otros, desafortunadamente, crecieron solo para morir o para extinguirse encerrados en la cárcel.

Los juegos, unos crueles y otros más, llevan la marca de una compañía que no se dará nunca en otros estratos, son y seguirán siendo los que configuraron la mentalidad de muchos Nezences, su despertar al sexo y a la imaginación.
–Qué, ¿una cascarita?


Fotografía de Gabriel Orozco (México, 1962), Pelota Ponchada. Tomada de: http://fundacioncoleccionjumex.arteven.com/h/08_an_unruly_history_of_the_readymade_2.htm

No hay comentarios.:

Acerca de mí

México, Estado de México, Mexico
01800duerme